19 marzo 2008

El mar desde mi cama



Ya despunta el sol en el cielo primero de Tulum. Se mira en el espejo caribeño de suaves pliegues y se adivina pleno, radiante entre los cocoteros. El mar le devuelve destellos deslumbrantes, se vuelve joya inmarsible. Un reflejo cegador y vibrante es interrumpido por una hoja de palmera a modo de limpiaparabrisas. Sigue el estruendo continuo y rítmico de las olas al romper. Sigue su espuma marcando líneas paralelas de chantilly. Quiero ser náufrago. Para dormir arrullada por esta canción eterna. Y despertar con el mar desde mi cama.


Sueño recuerdos inventados. Oigo voces mayas de niños jugando bajo las palapas. Presiento los tiburones blancos de Akumal, lejos de la turbia pradera de posidonia de la orilla. Lejos de las sepias-espía y las algas muertas. Leo a Murakami sobre la arena. Preparamos quesadillas de huevos revueltos, abrimos la lata de frijoles refritos. Suelo tener hambre por las mañanas.


Recuerdo sueños veraces de iguanas omnipresentes. De ratas en el tejado, ratas gris terciopelo, y profundos cenotes de aguas turquesa. Nadamos con los peces azabache sobre fondos nítidos, bajo amenazadoras estalactitas y un cañón de luz celestial. Me siento Esther Williams a pesar del frío. Para cenar, eclipse lunar con guacamole. No lo confundas nunca con la salsa verde. Quiero ser elefante. Para no olvidar nunca los momentos. Y acompañarlos con imágenes acertadas.


Invento recuerdos soñados. Los cocodrilos de Sian K'han corren por los manglares, sigilosos, y nos miran al pasar. Reconstruyo las ruinas de Cobá. Y las de Tulum. Ya veo el bullicio de la ciudad entre el templo y el observatorio, oigo el griterío jaleando a los jugadores de pelota. Me fascinan los glifos grabados en sus paredes. Interpreto su mensaje: yo cazo en este bosque. Mi padre cazaba en este bosque antes. Y tú no estás invitada a esta fiesta. Algún día lo estaré. De momento, disfruto del paraíso.

10 marzo 2008

El final del invierno

Del furor uterino a la pereza salvaje sólo hay un paso. Es crudo el invierno, a pesar de las escapadas y las mimosas en flor. Corta el viento del norte. Corta los labios. Y las ganas de amar. Se entumecen los sentidos y el tedio lo inunda todo. Es tiempo de revisitar autopistas abandonadas y ciudades olvidadas. Tiempo de nadar en la melancolía imaginada de un pasado mejor. ¿Es que nunca se va a acabar este invierno?

26 diciembre 2007

Irina

Es la primera vez que publico la foto de una amiga... Esta es mi amiga Irina Kitaeva, de San Petersburgo, conocida por la mayoría de las Maris este verano pasado. Ha trabajado como guía (de forma ocasional) en el Hermitage, guía turística de la ciudad y es profesora de inglés. Trabajaba en un instituto y, además, da clases a particulares y empresas. Hace unas semanas dejó el instituto para dedicarse más a las clases particulares (mucho más rentables) y parecía bastante contenta con su decisión. Tiene un marido encantador y dos niñas. La conozco a través de una amiga común, que se las apañó para que pasáramos unos días en San Petersburgo con un presupuesto mínimo. Irina nos alojó en su casa, éramos tres las invitadas y ella y su marido durmieron esos días con sus niñas en literas mientras nosotras ocupábamos su salón. Desde entonces, siempre que visito San Petersburgo quedamos y nos vemos. Irina cocina muy bien y le encanta agasajar a sus invitados y, como buena rusa, les obliga a brindar antes de beber (y a beber hasta terminar el vaso, la copa y la botella). Esa es la costumbre y, como yo no estoy acostumbrada, suelo acabar algo perjudicada y riéndome de todo. Su marido dice que se habría casado con ella sólo por el borsch que prepara y le doy la razón, aunque sus blinis también son muy cotizados. Es la anfitriona perfecta, no sólo en su casa, sino también en su ciudad. Siempre busca tiempo para enseñarte algún palacete, contarte alguna historia de los zares, prepararte alguna excursión.
Hace algo más de tres semanas que Irina ha desaparecido. Fue a dar su clase de inglés por la mañana, volvió a casa, fue a dar su clase de la tarde y nunca llegó. La policía no parece tener ninguna pista fiable. Su familia está desesperada. Yo no sé de qué otra forma puedo ayudarles, de momento se me ha ocurrido difundir su imagen, por si hubiera suerte. Si no es mucha molestia, me gustaría que me ayudárais copiando esta foto y enviándola a todos vuestros contactos. Me niego a pensar que aquella mañana en Petergof fuera la última vez que nos veíamos.
Gracias a todos.

12 agosto 2007

Terremoto

Magos blancos, brujas buenas:

Saquen al espíritu que vive bajo mi cama. Conjuren mis pesadillas para que vuelvan a ser estáticas.
Paren mi cama, paren mi cama que convulsiona incontrolada, que me sacude y me despierta. Para seguir su ataque epiléptico ante mis ojos turbados.

05 agosto 2007

Sopa de matrioshka (cuento de verano)


La primera lleva un helado en su mano derecha y baila a contrapie el lago de los cisnes, en el lago de los cisnes. Está en la orilla junto a las otras. Todas dando el mismo paso. Con una mano dibujan un arco sobre sus cabezas. Es la escena representada en su delantal. Le divierte la ocurrencia y se ríe, se ríe con su risa contagiosa de lo que dice la segunda matrioshka. Y es que dice que mañana no sale, que no sigue más a la tercera matrioshka, la de la agenda cultural asesina y las piernas de avestruz. Que se queda en casa preparando tortilla de patata para todas. Que sí, que va a la Abovska y compra huevos y patatas, y no se mueve de casa. Y es que va coja, que llevan ya dos días corriendo por las calles de Moscú y hoy, además, ha metido un pie en una trampa para turistas. Otra ciudad que mata, y de la que sólo se puede ir al cielo.

La segunda matrioshka sujeta la cámara con optimismo, pero el estrés le resta inspiración y sólo le queda reír (por no llorar), de los caballos-espinete de rodillas inflamadas, de los cinco minutos que dice la tercera que nos separan del teatro, de los bares georgianos y sus esquinas utópicas. En su barriga vuela una tortilla girando a cámara lenta bajo la atenta mirada de las otras. Se ilumina la tortilla con destellos de neón. Vienen del vientre de la tercera matrioshka, donde un anuncio azul y rosa reza: está en la esquina, a cinco minutos. El resto lo lee y ya no sabe si creerlo. La tercera matrioshka echa a andar y le sobra la foto phillips. Tres esquinas y quince minutos más tarde empiezan a creer que Einstein formuló aquí su ley de la relatividad. Es la que lleva en su mano, cómo no, la agenda cultural asesina. En la otra, el champán inaugural, los bombones de pétreo corazón y las buenas intenciones.

La cuarta matrioshka corre descalza, pero tampoco llega a tiempo de superar las doce pruebas y se contenta con las escenas de ballet que transitan por su vestido, fundiéndose unas con otras, mezclándose copos de nieve y brujos, cascanueces y príncipes. Atraviesa el escenario un marshrut y ella se sienta en mal sitio. Le toca pasar la recaudación y decir cuántos van. Hubiera preferido un cable pelado. Mira muy atenta a la quinta matrioshka y descubre la causa de su mal. Ha visto la lentilla que no vieron en urgencias, la que lleva días pululando por su ojo. Ya sonríe la quinta matrioshka, mientras dice "chitire", tocada con su badana, con sus uñas de nueve pulgadas, verdes y afiladas, con los extremos brillantes de purpurina plata. Ahora sí que le va el duende. Su dibujo es de cebollas azules con estrellas doradas, como la cerveza Baltika, nunca tan fría como a ella le gusta.

La sexta lleva un cuenco de solianka entre las manos. Es la favorita de los caballeros, que le espantan los borrachos con susurros misteriosos. Lleva el metro en su estampado, luce lámparas de araña, mármoles tallados, mosaicos conmemorativos, andenes centrales en los que todas se encuentran y separan. De noche echa las cartas a las otras, interpreta, suma, resta y contrarresta para dar su veredicto. Las cartas no mienten, dice. Madruga el amanecer en la séptima matrioshka. Lleva (o trae?) unas partituras bajo el brazo y en el mandil un anuncio retro de vodka Patrás. Sujeta la botella una actriz, tal vez fugada de un Renoir. La lleva bajo el brazo, como el niño de freixenet. Pasa bajo el balcón donde Keith Richards toma el fresco y se deja picar por los mosquitos gigantes.

No podría decirse, a pesar del orden aquí dado, cuál de las matrioshkas contiene a las demás, pues varían de tamaño constantemente, conteniéndose las unas a las otras aleatoriamente, llevando, siempre, cada una al resto.